En los tiempos de antaño solían
ir las mujeres de Jipijapa a los manantiales de Chocotete a lavar la
ropa. Cargaban los grandes atados sobre los mulares y con los primeros
rayos de sol llegaban hasta aquellos bellos parajes. Cerca de los
lugares donde manaba aquella cristalina agua se hallaban colocadas
piedras grandes y lisas. Ayudadas con el “mate ancho” recogían el agua
que a borbotones salía de la tierra.
Estos
lagrimales se hallaban al pie de una ladera, en la parte superior de
esta, había un árbol de naranjo, que por extraño que os parezca todo un
siempre, sin importar que fuera invierno o verano, se hallaba cargado de
hermosas y dulces naranjas que provocaban a las personas que las
miraban.
Cuentan las señoras lavanderas que
el árbol permitia que cogieran sus frutos solamente para ser consumidos
en el lugar. El ¿Por qué? Nadie lo podía adivinar. Lo cierto es que un
día un joven desoyendo la voz de sus mayores trato de llevarse las
naranjas a su casa, pero cual no seria su sorpresa que ante sus ojos, el
paisaje del lugar cambio totalmente, una vegetación exuberante dio paso
a las matas de cerezo, moyuyo, obos y cactus.
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