Las personas que se aferraron a los cables eléctricos o se atrincheraron en edificios de hormigón cuando el apocalíptico tifón Haiyan azotaba a Filipinas pudieron sentirse afortunados de haberse salvado, pero para muchos la lucha por sobrevivir no hacía más que comenzar.
Ellos ahora se enfrentan al desastre en cámara lenta de la vida en una tierra sin ley, donde escasean la comida y el agua y hay pocos medicamentos y se oyen, a veces, disparos.
En una calle detrás del aeropuerto de Tacloban, Nelson Matobato, de 34 años, y su esposa Karen, de 29 años, pasaron la noche sentados en un bicitaxi al lado de los ataúdes con los cuerpos de sus dos hijas, de 7 y 5 años.
Sus dos hijos, uno de cuatro años y el otro de solo tres meses de edad, siguen desaparecidos.
“El agua llegó a las 07:00, nuestra casa fue sumergida instantáneamente. A las 09:00, ya estábamos en la azotea, pero luego todos fuimos arrastrados cuando la casa se derrumbó. No pudimos hacer nada”.
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