domingo, 9 de febrero de 2014

Julio Jaramillo, a 36 años de su muerte, renace en cada canción, en cada brindis…

Santiago Aguilar Morán/ @literatango

.- Han pasado ya 36 años desde que Julio Jaramillo murió. Desde entonces, aunque su voz sigue sonando, la presencia de la muerte ha vuelto mítica su figura: dicen que tuvo 42 hijos –aunque solo haya reconocido a 39-, que murió de las convulsiones provocadas por una carcajada, dicen que es un ídolo.
Quien dice esto es el pueblo, el mismo que cada 9 de febrero colma el cementerio de Guayaquil para llenar de flores su tumba, cantar sus canciones, llorar otra vez su ausencia. Es el mismo pueblo que, una vez supo la fatal noticia, se abalanzó sobre las calles para cargarlo en sus brazos, para verlo, para comprobar que habían quedado huérfanos de su voz. Dicen que fueron más de 200.000 personas las que se persignaron ante su ataúd.
Con el paso del tiempo, sus canciones dejaron de ser exclusividad de los tugurios, de los prostíbulos y de las cantinas. A cambio, la melodía inigualable de su voz saltó las altas paredes de los potentados, resquebrajó el alma de los más poderosos y se ha enquistado en el corazón de ese Ecuador profundo que repite, como si de una oración se tratase: “No puedo verte triste porque me mata tu carita de pena, mi dulce amor”.
Pero no se ha ido del pueblo, de los pobres y marginados: ahí –de cigarro y cigarro- es donde más se extraña a este hincha confeso del Emelec porteño. Es inevitable recordar al “Ruiseñor de América” y no recordar a los poetas decapitados del Ecuador, de cuya poesía nutrió sus acordes melancólicos, sus valses, pasillos y boleros.

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